La flor roja


Se vierten la oscuridad en cada uno de sus dedos...
la saborean... la vuelven a escupir... pasa de los labios de ella a los de él, y así sucesivamente.
Él le pide que no lo deje de ungir de su tinta amarga... de esa que él se ha acostumbrado a sentirla dulce.
Ella sólo le cierra la boca. Recoge esa ropa vieja y gastada que compró en alguna baratija de la carrera séptima. Pasa los dedos por su pelo, totalmente estrujado y maloliente, que para él no había mejor suciedad que la de ella. Ella era limpia y era. Eso pasaba, era. Existía sólo en él y para él. Aspecto que ella no entendía.
Él lamía las sábanas tratando de recuperar-se, recuperar-la. Pero el rastro se iba en su afán, en ese afán que las almas indispuestas traen. Ella no lo quería a él.
Volvía de vez en cuando a ese rincón de oscuridad que sólo ellos lograban entender, porque a los ojos de la ciudad, era un lugar pútrido y lleno de malos recuerdos. Ella volvía al único lugar en donde la oscuridad tenía un sentido real, casi luminoso.
Pero él no conocía la oscuridad, la aborrecía, y por eso ella vestía de blanco y carmín con él. Necesitaba valerse de todos sus trucos (aunque muy pocos) para que él no oliera los besos del otro. Para que las huellas grises no se notaran en su piel.
De vez en cuando él la notaba enamorada. No podía no estarlo. Finalmente, le había dicho que era su mejor relación. Entonces ¿por qué volvía a ese rincón lleno de páginas carcomidas por el hambre de la noche? Se habría dado cuenta que ahora él se moría por ella, por esa que vestía siempre un vestido negro con lunares blancos y una flor al lado del corazón? Se habrá dado cuenta que el carmín no era para ella y que el esfuerzo no podría matar las ganas de pintar sus uñas de color asfalto y volver a sentir el alma marchita, tal como le ha gustado siempre.
A una mujer que le gusta la oscuridad, no se le debe sacar de allí. Sus pies se han acostumbrado al suplicio de los bichos y de la bruma. Su piel llena de hendiduras ha repetido mil veces el gusto de no ser observada. Él la observaba y ella sólo se cubría, él disfrutaba el sol aunque le quemara la retina. El otro odiaba el vino, pero lo vertía en su parte baja y la disfrutaba toda. Ella quedaba oliendo a barro, vino y sudor. No le disgustaba. La otra, siempre tenía un anillo de corazón en el dedo del medio. Tenía la piel suave, una que otra pena adentro, pero siempre sonreía y él pudo ver esa sonrisa. No pudo escapar después, no quiso escapar después.
Ella la envidiaba. La resentía. La quería lejos. Ya no se podía. Él sólo quería estar vestido de rojos y amarillos y uno que otro azúl. Detestaba el negro de su vida, de su sonrisa, de su magnetismo. Había elegido bien. Esa de vestido lo esperaba para bailar, esta vez en la oscuridad, pero con todos los faroles prendidos. Él, la esperaba a ella, en el mismo rincón oscuro, triste, pero con vida para los dos. Volvían a retorcer los cuerpos, él se arremetía contra ella y ella no pronunciaba ningún gemido. Le hubiera gustado haber conseguido una flor roja... igual a la que usaba ella con su vestido.

Natalia Riveros Anzola.

Comentarios

Rodrigo SA ha dicho que…
yo también odio el negro en mi vida :D.
Excelente
Rodrigo DaCunha ha dicho que…
Magestuosidad, tanta que siento que me cuentas una historia con otras palabras.
Palabras que esta vez se esconden tras la niebla de tu dulce forma de transmitirle a todos esas cosas que entre acidez y misterio, asumo yo, en calidad de lo que soy, asumir.
Y que bello se siente eso, eso que tú haces, de lo que conozco y no me separaré jamás.

Wow.

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