Toga, birrete, peluca y pañoleta


- ¿Salió amargadito? Pregunta una de las señoras a su esposo, que acaba de salir del cuarto de quimioterapia de corta estancia.

Él no tiene que contestar para que uno se de cuenta que el cuerpo está cansado y que el ánimo no aparece, está exhausto. Así como muchos de los 400 pacientes que recibe el Centro de Oncología de la Clínica Marly al mes, como cuenta Marta, la enfermera del lugar.

Es una casa de madera, serena, pero que no alcanza a quitar la angustia que produce el cáncer. Hay tres hombres y tres mujeres esperando en una sala. En el cuarto de quimioterapia de corta estancia hay alrededor de cinco pacientes, conectados al suero, un poco atolondrados por los químicos y la espera.

En ese cuarto, la psicóloga especializada en Oncología, Sandra Rivera habla con los pacientes, pasa un buen tiempo con cada uno de ellos, quienes padecen diferentes tipos de cáncer, pero que se aferran a la vida, aunque las sesiones sean largas y a veces los ánimos desfallezcan.

Los señores no hablan, sólo leen revistas. Las señoras comentan las dolencias de aquellos que esperan. Hablan de la comida que les dan, de los dolores que han acompañado, las maluqueras que trae consigo la quimioterapia.

En la mesa de la sala de espera, hay un folleto en el que se lee “Mi amiga Catalina”, en el cual se explica cómo se realizan las pelucas para las personas con cáncer. Se le llama Catalina a la peluca, y están hechas de cabello natural.

Sandra se especializó en psicología oncológica en España, luego de haberse ganado media beca por su buen promedio en la Universidad Manuela Beltrán.

En el 2006 viaja a España a aprender sobre cada tipo de cáncer, sobre cómo tratar a los pacientes, a la familia y al cuidador primario (persona que acompaña al paciente en las quimioterapias y en otros momentos, es quien más tiempo pasa con él/ella).

Su trabajo no se queda en el cuarto de quimioterapia de corta estancia o ambulatoria, su labor se traslada a los hogares, a las familias, a la voluntad.

Es así como con la colaboración de la Asociación Colombiana de Enfermos de Cáncer, logró que 18 sobrevivientes pudieran graduarse con honores, ganándole la batalla a la enfermedad, y siguiendo como Rivera dice, “El cáncer ya no es una sentencia de muerte”.

De esto pudieron dar fe los pacientes y sus familiares. La hermana de Carmen, quien tuvo cáncer de seno y está en proceso de reconstrucción del mismo, dijo “Ojalá multiplicaran a la Doc, es un apoyo grandísimo para salir adelante”.

Con los pacientes oncológicos, Rivera vio la necesidad de acompañarlos y de no rendirse antes de tiempo. Cuenta que se involucra mucho con ellos, a tal punto que el mes pasado un paciente de 18 años murió de cáncer linfático. La madre del muchacho la llamó para decirle que él se había quedado esperándola en Neiva, y que ella nunca llegó.

Dice que este tipo de experiencias son devastadoras porque ella quisiera multiplicarse y poder acompañar a cada uno de sus pacientes, pero que entre su trabajo en la Clínica Marly, la Cardio Infantil, la Universidad de los Andes y la Asociación Colombiana para enfermos de Cáncer, su esposo y su hijo, no tiene el tiempo suficiente para poder hacerlo.

Se sintió culpable de no haber ido a visitar a su paciente, y su esposo le repite constantemente que la idea no es que ella se enferme con ellos, sino que se vincule pero no de una manera que la afecte tanto.

Cuando planteó el programa (luego de haber llegado de España en el 2007) de psico-oncología, el Doctor Hernán Esguerra, oncólogo, le comentó que tendría muchos gastos y que veía que en varios aspectos, no podía ser viable. Pero luego, ante una posible negativa, la Doctora Rivera empezó a ser llamada por el Centro Oncológico de Bogotá y por la Fundación Santa Fe, por lo que el Doctor Esguerra le dio su aprobación y el proyecto comenzó a funcionar desde ese mismo año.

Comenzó primero con grupos de apoyo de 5 personas, y hoy en día tiene casi 30 personas en estos.

Comenta que hay que apoyar mucho a la familia, porque en muchos casos, los cuidadores primarios sufren del síndrome de Burner, el cual explica el cansancio y la frustración que sienten al haber dejado su vida a un lado por cuidar a otros.

Por eso, el proceso de acompañamiento psico-oncológico no es sólo para los pacientes, sino para quienes los acompañan.

Rivera además del trabajo psicológico, hace las historias clínicas de cada uno de los pacientes, para entender qué tipo de cáncer tiene y en qué etapa está.

Se ha dado cuenta que muchos pacientes se aprovechan de su enfermedad, en la medida en que se acostumbran a los cuidados de sus familiares y puede que clínicamente estén bien, pero continúan necesitando los cuidados que tenían cuando estaban en el proceso de quimioterapia.

En estos casos, Rivera comenta que ahí sí toma distancia con el paciente y cuestiona su manera de comportarse, porque le impresiona que muchas veces prefieran verse enfermos, porque no saben como volver a salir a la vida normal, a trabajar, a sentirse útil y a producir en la sociedad.

Algunos pacientes quieren seguir generando lástima a partir de su enfermedad, y es con estos pacientes que Rivera trabaja para volver a orientarlos a un modo de vida estable, para recordarles quienes eran antes de la enfermedad, porque ésta no les puede quitar la motivación de ser, estar y existir.

Su trabajo es reconocido tanto por los pacientes, acompañantes, como por el equipo multidisciplinar con el que trabaja. Por eso, tanto el Doctor Hernán Esguerra como la Doctora Violeta Cozarán, ambos oncólogos, felicitaron a la Doctora por el trabajo psicológico que ha realizado con los pacientes que sufren de cáncer.

Además, reconocen el hecho de la innovación en el proceso de acompañamiento, ya que es la primera vez que se ve que alguna institución respalde una idea como la de la Doctora Rivera.

La ceremonia parece la del grado de bachilleres. Las 15 mujeres y los 3 hombres visten con toga y birrete de color azul oscuro. Esposos y esposas, hijos e hijas están pendientes de sus peinados, de sus vestidos, de repetirles constantemente “Mamita, ¡como te ves de linda!”

Entran uno a uno los que han derrotado el cáncer. Sonríen, se saludan, caminan con esa tranquilidad que no tuvieron en mucho tiempo. Parece la escena de una película en donde entran en cámara lenta, con esa dicha de haber sobrevivido, de haberlo logrado a pesar y contra todo diagnóstico.

Mientras el padre habla y respondemos al unísono “El hombre es igual a un soplo”, así el cáncer aparece como algo que no tiene que ver con estratos ni con clases, ni es algo de sexos ni de géneros. Silencia y apaga a muchos, pero muchos otros, logran vencerlo a él.

Vencer es cuestión de querer en muchos casos, y William León, como cuenta Rivera, es uno de esos. Clínicamente ya no había mucho por hacer, pero fue capaz de vencer el cáncer de testículo que le hizo metástasis al estómago y al corazón, pasar por diálisis, dos ciclos de quimioterapia, un infarto, y luego cuatro ciclos más de quimio.

“Parecía un esqueleto, los doctores ya lo habían desahuciado, y para los otros pacientes era terrible verlo así porque creían que les iba a pasar lo mismo” cuenta Rivera, “por eso lo aislábamos, para evitar ese tipo de sentimientos en los otros pacientes”.

Cuando estuvo en la UCI, León le dijo a la doctora que ya no quería vivir más, que estaba cansado, que ya no valía la pena, y ella recuerda que le dijo que afuera lo esperaba su familia, su trabajo, una vida entera.

Pasó por una quimioterapia que lo podía volver a llevar a un paro cardíaco, y se arriesgó. Meses después, los tumores en su estómago y en su corazón habían desaparecido.

Por eso, recibe una mención de honor en la graduación. Sus compañeros lo aplauden, y sienten el triunfo como si fuera de todos.

León hace visible su agradecimiento por el trabajo de la Doctora, “La doctora Sandra me dio fortaleza y apoyo en mis quimioterapias, es un milagro que Dios me hizo”.

Nuevamente estoy en la sala de espera, esta vez hay seis mujeres, están ahí desde las 7 de la mañana. Una trae una cobija para contrarrestar el frío capitalino, otra habla de la Costa y de cómo le ha parecido difícil acostumbrarse al clima, otra saca dos agujas amarillas y una madeja de lana rosada y blanca y se pone a tejer mientras su madre espera para ser conectada a los químicos, que como dice, dan mucho frío y le bajan la tensión.

Con la cabeza totalmente pelada, llega un hombre de unos 27 años. Se sienta también a esperar, en esa misma sala de la cual han salido muchos.

Hoy está la misma señora que le preguntó a su marido por su estado hace unos días atrás. Esperará hasta las 12 m, y volverá a cogerlo de la mano, lo ayudará a caminar como todos los demás días.

Hasta que llegará un día en el que su boca no sabrá más a químicos, y en vez de la calle 13 con carrera 50, caminarán por un parque, sin pensar en el cáncer ni en nada más.

Natalia Riveros Anzola
Septiembre 29 de 2008

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